Tiene 23 y una hija de 4. Se acaba de separar. Antes vivía en una pieza en casa de sus suegros. Trabaja en lo que venga y no siempre “viene”. Regresó a la casa de su mamá aunque ella tampoco tiene una propia. Su niña nació con problemas a una de las caderas que con una operación logró superar. Pero eso no fue barato y los ahorros se fueron con los sueños de tener un lugar donde vivir. Tiene un título de un colegio técnico. Ha trabajado toda su vida con contratistas para empresas de telefonía, pero ahora le cuesta más porque su experiencia no importa más que un miserable cartón. Las empresas prefieren contratar a tipos sin vocación que no tienen idea de cómo es el trabajo antes que a un muchacho que ha trabajado toda su vida en eso. Y 23 años para alguna parte de este país subdesarrollado es mucha edad. Muchos años. Un peso desmedido en los hombros.
El otro día en su desesperación encontró un trabajo en una empresa que trabajaba para una multinacional. Primero ofrecían 200 mil más porcentajes, cosa que con el paso de las semanas llegó a 85 mil. Menos que el mínimo. Una empresa que factura dólares que podrían llenar todo un río. Y toda esa burla es disipada por la gente con alcohol, con miseria, con gritos en su casa, con falta de entendimiento. Y el gobierno cuida el dinero de esos ladrones y se transforman en cómplices. Y todos lo somos con el silencio. Tal vez por esa culpa no lo dejé de escuchar a pesar que muero de sueño y que ya acaba de amanecer.
Y cuando le pregunto las razones de su separación me cuenta que ella no lo apoya, que la suegra, que las camisas sin lavar. Una vez la amenazó de muerte y lo justificaba. La pobreza nubla tanto como la riqueza.